Control de daños «vs» cambio estructural


Liébano Sáenz

Una vez más la política tiene una relación difícil con la economía. Esta vez no tiene que ver con los partidos, con el encuentro o desencuentro entre el Congreso y el Ejecutivo o con la conducción gubernamental. El problema es distinto y tiene su origen en el drama de los estudiantes normalistas asesinados y/o desaparecidos en Ayotzinapa, que ha sido politizado con la intención de proyectar maniqueamente a un país en desorden y con ausencia de autoridades. El costo ha sido elevado. En el entorno internacional, México transitó con rapidez de la momentánea condición de país modelo a la de barbarie y crimen.

Este viernes, el Inegi presentó el reporte de crecimiento que corresponde al tercer trimestre de 2014. Los datos convalidan la visión estratégica del gobierno federal. Mientras que los sectores agropecuario y de la construcción muestran tasas anuales de 7.3 por ciento y 4% respectivamente, la producción petrolera tuvo una caída de 2.7%. Como lo han previsto las reformas, reactivar la economía conlleva, obligadamente, la modificación de las premisas para hacer atractiva la inversión en el sector energético.

De hecho, fue la política la que permitió que México diera el golpe de timón a través del acuerdo entre el gobierno y la pluralidad partidaria. Se necesitaron más de 15 años para que gobierno, partidos y legisladores se responsabilizaran del cambio y, por la vía de las reformas, actualizaran el marco constitucional para tener un país competitivo.

Los datos del Inegi confirman cuán necesaria era una reforma profunda en el sector de energía. De pronto, un país de monopolios y concentración productiva se abrió a la competencia. Además, con políticas públicas y reformas, el Estado mexicano recuperó su propio espacio y, pese al regateo de no pocos, el gobierno fue ganando batallas cruciales en materia de seguridad. Los casos son medibles, tienen referencias territoriales específicas y datos que trascienden el frágil mundo de las percepciones y las evaluaciones sesgadas e interesadas.

Las movilizaciones relacionadas con los 43 estudiantes desaparecidos plantean retos que sería imperdonable minimizar o soslayar. La honda indignación se ha generalizado y la exigencia de justicia es irrefutable. El tema es trágico porque a estas alturas lo más probable es que los estudiantes hayan sido arteramente asesinados en el submundo criminal, ese en el que la vida de unos o de muchos muy poco vale. No solo es el tiempo el que lo hace suponer, también hay testimonios que conducen a la más dolorosa y trágica de las conclusiones. Las expresiones violentas de descontento no solo son ajenas al sentimiento que invade a millones de mexicanos en las calles o en sus hogares, sino que saca a la luz la raíz de la tragedia nacional: la impunidad.

Regresar con vida a los desaparecidos ya es tarea imposible. Fueron asesinados. Trasladar la exigencia de regresarlos con vida a las autoridades federales se vuelve una injusta condena. La justicia no es un asunto de abstracciones, sino de responsabilidades concretas. Politizar el tema y convertirlo en recurso contra el gobernante distrae la atención y la desvía de los verdaderos responsables, además de debilitar a las instituciones. Hay responsables materiales, intelectuales y por omisión. Hacia ellos debe dirigirse con rigor la demanda de hacer valer la ley. Pero esto no es suficiente. No lo es porque desde hace muchos años el país está inmerso en una trágica realidad que afecta a muchas personas, familias y comunidades. Lo sucedido en Iguala es un hecho simbólico que debe ser atendido no por los efectos, sino por las causas.

La realidad es que desde siempre, y más en la última década, el país ha evidenciado un grave déficit de justicia. El delito crece, no solo por el predominio de un sistema que no ofrece oportunidades, especialmente a los jóvenes, sino también porque la acción criminal, en la mayoría de las conductas delictivas, no tiene mayores consecuencias. Hasta ahora, el énfasis se ha puesto en la seguridad, cuando debe estar en el sistema de justicia, esto es en el combate a la impunidad.

La política, mediante la cual se han podido lograr reformas impensables en el pasado reciente, no ha sido capaz de articular una respuesta a la altura de este desafío. La cuestión, reitero, no es la seguridad, es la muy deficiente justicia. Lo peor es que esto obedece a la amplia complacencia que se manifiesta incluso en la misma sociedad. Hay reclamos, pero no hay acciones para que el delincuente enfrente las consecuencias de su conducta. Solo como ejemplo, allí están los vándalos que se infiltran en las manifestaciones estudiantiles. Los jóvenes deberían ser los primeros en desenmascarar y exhibir a quienes convierten una justa protesta social en acto vandálico y, por lo mismo, delictivo. La indiferencia equivale a hacer el juego a quienes han convertido el crimen en forma de vida.

Al país se le presenta una oportunidad histórica para romper el exiguo crecimiento económico de casi todos los años de este siglo. Una economía en crecimiento es la premisa necesaria para una mayor equidad y bienestar social. La política institucional así lo plantea. Sin embargo, la politización de la indignación por la falta de seguridad y el desgaste de las instituciones, muy particularmente desde los medios internacionales, más que dañar al gobierno y al Presidente, afectan al país en su conjunto.

La solución radica en el reencuentro de la sociedad con sus autoridades. No nos equivoquemos, la respuesta no es un esfuerzo mediático de control de daños. Ese tiempo ya pasó. Se requiere una actuación con perspectiva de largo plazo y el convencimiento de que los problemas estructurales demandan respuestas estructurales. Así se ha hecho con éxito en materia económica, un mérito de esta generación de políticos; sin embargo, es necesario trabajar las reformas en ámbitos más amplios, especialmente el referente a la legalidad y al sistema de justicia. Efectivamente, el desafío es enorme, pero reza la máxima que el que pudo lo más puede lo menos. Sí, sí es posible

Es tiempo de desafíos y, por lo mismo, de oportunidades. La política debe reencontrar su cauce, sobre todo porque en breve los mexicanos participarán en la renovación democrática de la Cámara de Diputados y atestiguarán los procesos electorales de 17 entidades, nueve de ellas con elección de gobernador, incluyendo Guerrero y Michoacán. Ante los retos actuales, la política debe asumir el rol protagónico a través de tres medios de la democracia genuina: las propuestas de reforma, el debate y la participación ciudadana a través del voto.

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